En 2016, el periodista y divulgador británico Ed Yong publicó un libro que fascinó por completo a personalidades de la talla de Bill Gates y que, desde luego, tiene la virtud de transformar la forma de mirar el mundo de quienes lo leen. Se trata de ‘Yo contengo multitudes. Los microbios que nos habitan y una visión más amplia de la vida’ (Editorial Debate, 2017), un texto en el que Yong afirma, por ejemplo, que algunos problemas de salud se consideran ‘ecológicos’ desde que se ha podido comprender que están íntimamente ligados a las características del ecosistema microbiano que puebla nuestro intestino delgado, que, a su vez, alberga al menos el 70% de nuestro sistema inmunológico.
Un papel crucial en la salud
El pasado 10 de mayo, el Observatorio de Tendencias de Medicina Personalizada de Precisión, promovido por la Fundación Instituto Roche, presentó el primero de sus informes 'Anticipando', que tienen como objetivo “traer al presente la medicina del futuro”, y que se ha dedicado al microbioma, lo que nos da a entender la importancia que se concede a su interacción con nuestro organismo, que es tan personal que incluso nos define. En palabras de Ed Yong: “El genoma del lector es en gran parte el mismo que el mío, pero nuestros microbiomas pueden ser muy diferentes. Tal vez sea menos cierto decir que yo ‘albergo’ multitudes que decir que yo ‘soy’ esas multitudes”.
Con los cambios en la microbiota, la comunidad microbiana comienza a atacarnos, haciendo que enfermemos
La microbiota intestinal está compuesta por una gran variedad de cepas de multitud de familias de bacterias —se cree que al menos un millar— y otros microorganismos, con sus correspondientes genes y metabolitos, que establecen una relación simbiótica, de apoyo mutuo, con su anfitrión. Aunque los seres humanos compartimos buena parte de esos tipos de microorganismos, cada uno de nosotros alberga una combinación única, tanto cuantitativa como cualitativamente. Cuando esta combinación se ve alterada, fundamentalmente por la mala alimentación, el abuso o el mal uso de antibióticos, el estrés, el sedentarismo, los hábitos tóxicos y la contaminación medioambiental, se producen cambios en la composición de la microbiota, empobreciéndola, por lo que se rompe el equilibrio y la comunidad microbiana empieza a atacar a su anfitrión, enfermándolo. Este fenómeno se conoce como disbiosis.
“La microbiota es un mediador que contribuye al funcionamiento del cuerpo humano digiriendo los nutrientes y activando señales que produce el intestino a diferentes órganos. Una función fundamental de estas bacterias es que ayudan a aislarnos del medio externo para que no entren toxinas en nuestro organismo, haciendo que nuestro intestino sea menos permeable a sustancias tóxicas que se relacionan con enfermedades metabólicas, autoinmunes, neurodegenerativas y psicológicas”, explicó el Dr. Francisco Tinahones, jefe del Servicio de Endocrinología y Nutrición del Hospital Universitario Virgen de la Victoria de Málaga, durante el 59º Congreso de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN), que se celebró en octubre de 2017.
Una visión holística: somos lo que comemos
La creencia en la relación entre sistema inmunológico y alimentación no es nueva. Un ejemplo claro de ello es la tradicional ‘prescripción’ de zumo de naranja —es decir, vitamina C, de gran poder antioxidante— para prevenir los resfriados. Tampoco es nueva la convicción de que los distintos sistemas orgánicos están profundamente imbricados, la idea principal de la psiconeuroinmunología, término acuñado en 1975 por el psicólogo Robert Ader y el inmunólogo Nicholas Cohen para la disciplina que estudia la relación mente-cuerpo y sus aplicaciones clínicas.
La dieta es crucial para mantener una población microbiana funcional que trabaje en simbiosis con nuestro organismo
Sin embargo, ha sido el estudio del microbioma, cuya importancia es tal que lo podríamos considerar el primer gran descubrimiento científico del siglo XXI, el hito que ha podido convertir en oficial, por fin, la visión holística de la salud humana, de la que la medicina se había ido alejando progresivamente. Y con ella hemos regresado, una vez más, a la mítica frase que acuñara el filósofo, antropólogo y biólogo alemán Ludwig Feuerbach allá por el año 1850: “Somos lo que comemos”.
En el número inaugural de los informes 'Anticipando' de la Fundación Instituto Roche, se hace hincapié en esta idea, ya que se reconoce no solo el papel de la alimentación en la salud, sino que se afirma que “el microbioma, como característica única de cada individuo, permitiría realizar estrategias de estratificación y planes terapéuticos, dietéticos y de estilo de vida personalizados”.
La 'epidemia de disbiosis'
Aunque todos los factores antes citados influyen en la composición de la microbiota intestinal, no cabe duda de que la dieta es crucial para mantener una población microbiana funcional que trabaje en simbiosis con nuestro organismo. Lamentablemente, sin embargo, nuestro estilo de vida favorece la disbiosis, lo que podría ser uno de los factores que impulsan la creciente prevalencia de enfermedades y trastornos no solo gastrointestinales, cáncer de colon incluido, sino autoinmunes, neurológicos y mentales, como hemos visto, aunque sea difícil determinar qué viene antes, el huevo o la gallina.
Amil López Viéitez, nutricionista, farmacéutica e impulsora de la 'dieta coherente', explica que “los genes pueden marcar nuestra propensión a sufrir una determinada patología, pero una buena alimentación, acompañada de un estilo de vida sano, puede protegernos e impedir que lleguemos a desarrollarla. De la misma manera, una flora intestinal alterada podría producir modificaciones en el genoma y provocar que una persona que no estaba genéticamente predispuesta hacia una enfermedad termine por padecerla”.
Cada vez más personas se quejan de malestar intestinal, hinchazón abdominal, gases, diarrea y/o estreñimiento, halitosis...
El estilo de vida actual está produciendo lo que podríamos llamar una ‘epidemia de disbiosis’, ya que cada vez son más las personas que se quejan de malestar intestinal, hinchazón abdominal, gases, diarrea y/o estreñimiento, halitosis, cansancio, etc. Cuando acuden a la consulta de un nutricionista, ya suelen encontrarse bastante mal y, con frecuencia, han llevado dietas bajas en fibra y excesivamente ricas en hidratos de carbono refinados, proteínas de baja calidad nutricional, como las carnes procesadas propias de la ‘comida basura’, y grasas trans, como el ya famoso aceite de palma.
No obstante, hay una buena noticia: la disbiosis se puede revertir modificando los hábitos dietéticos y el estilo de vida. “Lo habitual es pautar una dieta depurativa, que elimina los lácteos y los cereales refinados durante un mínimo de dos semanas, con frecuencia uno o dos meses, y que consiste en alimentarse de frutas, verduras y hortalizas de temporada, legumbres, frutos secos, semillas, germinados, huevos y, ocasionalmente, pollo, pavo o pescado. A menudo, recomiendo un tratamiento con probióticos —especialmente distintas cepas de las familias Lactobacillus y Bifidobacterium— y glutamina, un aminoácido, tanto para regenerar la flora como para combatir el cansancio y el decaimiento que genera la disbiosis, que disminuye la producción de serotonina, el neurotransmisor que se encarga de regular el estado de ánimo, por lo que no es extraño que también produzca síntomas depresivos”, concluye Amil López Viéitez.